Las vidas secretas de las ballenas
Ángela Posada-Swafford - María Victoria Jiménez - Clara Elvira Mejía
rara entre las raras*
*Basado en experiencias compartidas de Angela Posada-Swafford y Diane Ackerman
Mi primer encuentro con Eubalaena australis, la ballena franca austral, quedó escrito en mi diario. Rara entre las raras, ella es una joya de 70 toneladas. Este es un trozo de ese encuentro:
“Es una mañana soleada pero algo fría y con más brisa de la que debería haber para que nuestro diminuto zodiac ande tan lejos de la costa. Estamos sobre 30 metros de agua azul oscura, a 500 yardas de los desnudos acantilados de roca mostaza de la Península Valdés, Argentina. El viento despeina la cresta de las olas y pronto estamos cubiertos de sal húmeda. Pero aun así el biólogo Mariano Sironi, del Instituto de Conservación de Ballenas, guía el put-put-put del motorcito fuera de borda con mano firme. Tiene los ojos amables y una larga cola de caballo color miel cogida con un cauchito. Cuando llegamos al lugar que ha escogido en su cabeza, apaga el motor y saca la cámara fotográfica del interior de su cortavientos.
No hay que esperar mucho. Un lomo rompe la superficie como si nos hubiera estado siguiendo. Es enorme y negro. Cuando se sumerge, deja un parche de agua lisa que permite entrever una forma blanca a su lado. Segundos después emergen ambas formas. Es una hembra de ballena, con su ballenato albino. Ella mide 18 metros. Él alcanza los siete, y ya es más largo que nuestro bote de caucho. Es blanco con manchas negras parecidas a las de un dálmata, y se acerca atrevidamente al Zodiac por el lado de estribor. Su madre le censura la osadía, literalmente apartándolo de nosotros con la poderosa cola. Pero el pequeño, como todos los pequeños del mundo, hace caso omiso y resuelve sumergirse, para salir por la borda de babor y tocarla ligeramente con el hocico, en actitud desafiante.
Me siento morir de la emoción.
Su piel parece suave, como la gamuza aceitada, y me recuerda a la piel increíblemente sensible de las ballenas jorobadas que he acariciado en el pasado. Su hocico es casi rosado y su rostro infantil está cubierto por las callosidades características de las francas, que también sirven para identificarlo, según descubrió el renombrado biólogo estadounidense Roger Payne. El retozón ballenato exhala dos veces, y al aspirar produce un ruido oxidado, similar al de la tubería de un viejo órgano de pedales. Su madre se interpone entre él y nuestro bote Zodiac una vez más, pasando tan cerca, que cuando respira quedamos momentáneamente cubiertos por su aliento. Es dulce y ligeramente almizclado, como el de un abrigo de pelaje húmedo.
La madre se hunde, hace un giro, emerge y regresa por la proa. Ahora puedo ver los dos respiraderos en la parte superior de su cabeza, abriéndose y cerrándose como las palmas de una mano. Están cercados por uno que otro pelo, la característica que tenemos en común todos los mamíferos. Las callosidades color cemento le adornan la punta del hocico, la frente, la parte superior de los ojos y los lados de la quijada como los pom-poms de un perro French Poodle. Entonces se hunde otra vez, se queda bajo el bote y luego ¡nos levanta ligeramente con el lomo!, un comportamiento que ha sido observado varias veces.
Seguidamente se voltea boca arriba para observarnos bien, deteniéndose para ojear el motor como si fuera el objeto más interesante que hubiese descubierto hoy. En el agua transparente a pocos centímetros míos, veo su pupila estudiando la hélice muy de cerca. Después se aburre y saca la cabezota al aire casi por completo. La curvatura de su boca le da una sonrisa de Gioconda, aunque sé bien que esa es una bondad de su anatomía. Por unos segundos permanecemos así, inspeccionándonos a través del golfo que separa a nuestras especies. Estoy a “esto” de tirarme vestida por la borda. Quiero tomar una fotografía, pero no me atrevo a romper la magia.
De pronto, una cola imposiblemente alta surge a media cuadra nuestra, se retuerce juguetonamente para acá y para allá, y comienza a castigar el agua con el sonido de una salva de artillería ligera. En la distancia aparecen varios penachos de vapor, y algunos pares de aletas cauchudas y brillantes como el charol rompen la superficie a popa. Ahora la bahía está rebosante de ballenas francas de 45 toneladas saltando, aplaudiendo el agua, haciendo acrobacias -que probablemente sean un medio de comunicación- y entregándose a sus juegos: les gusta nadar a través de parches de algas, dejándolas resbalar por sus lomos como si fueran boas de plumas. También les divierte sacar la cola al aire y mantenerla quieta mientras el viento las empuja de un lado al otro de la bahía.
Mariano y yo estamos mudos. De pronto él suelta una carcajada y se golpea la pierna. Nos miramos uno al otro, y decimos al unísono: “¡Pero si están haciendo windsurf!”