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krill:
el pequeño gigante antártico

Haciendo acrobacias sobre la borda de popa, el biólogo marino Diego Mojica recobra una fina red blanca terminada en una botella recolectora. Ha estado recogiendo muestras de zooplancton de varias latitudes en nuestro tránsito suramericano para ver el rango de distribución de los diminutos organismos y entender cómo los está afectando el cambio climático. Ahora, en la Antártida, la red está capturando plancton en medio del estrecho de Gerlache. Sé que muchos de esos investigadores están interesados en el crustáceo krill, y me inclino expectante a ver lo que hay en el contenedor. 

Efectivamente, encuentro unos cuantos de ellos nadando afanosamente contra las paredes del recipiente, cautivos en su propia tormenta. La gente los describe como camarones en miniatura pero a mí me parecen más como langostinos rojizos de tres centímetros de largo. Sus patitas semitransparentes baten el agua desesperadamente, mientras Mojica los lleva al laboratorio móvil y los transfiere a una botellita de cristal para su preservación. Me cuesta aceptarlo, pero según los científicos, la biomasa de estas criaturillas juntas equivale a casi todo el peso de los seres humanos en el planeta. Y todas están en el océano Austral. Aún más, el 70 por ciento del krill antártico está aquí mismo, en la península. No es de extrañar que este sea el punto donde las ballenas vienen a comer. 

La mayoría de la gente vive en total indiferencia con respecto al krill antártico, que posee el magnífico nombre científico de Euphausia superba, pero en realidad es la piedra angular de este ecosistema. Su existencia es posible gracias a la gigantesca concentración de plancton vegetal que hay en estas frías aguas polares. Se alimentan de diatomeas, o algas de una célula que son la verdadera base de la cual dependen todas las formas de vida para su nutrición. Vistas al microscopio, las diatomeas parecen diminutos cojines y cajitas cristalinas para píldoras, caladas con dibujos radiales de poros, protuberancias y toda clase de adornos. Son pequeñitas pero no son simples ni primitivas, sino plantas avanzadas que empezaron a poblar el mar hace 140 millones de años. También visto al microscopio, un ejemplar de krill es como un cristal animado que refracta la luz. Tiene un caparazón duro que deja ver visos rojos, azules y naranja, y un corazón traslúcido, que cuando está vivo late a toda velocidad. Todos viven del krill. Si algo le llegara a suceder al krill, tendría repercusiones no solo en las ballenas, sino en focas, pingüinos y otras aves marinas, peces y calamares. 

Porque aquí toda la cadena alimentaria se basa en este crustáceo. Es el único eslabón entre la diatomea y una ballena azul de cien toneladas, es decir, entre un alga unicelular y el mas grande de todos los animales. Los números son asombrosos. Una ballena azul adulta come hasta tres toneladas de krill al día durante los cuatro meses que dura el verano antártico. Las ballenas jorobadas, cuyos números se están recuperando gracias a la protección internacional, consumen unos 400 kilos diarios. Hasta hace poco se decía despreocupadamente que existe krill suficiente para satisfacer el apetito no solo de las ballenas, sino el de otras criaturas como los pingüinos y las focas. Pero ahora que el krill se explota comercialmente en la Antártida surge la importante necesidad de tener cuidado con el recurso. La carne del crustáceo tiene un 10 por ciento de proteínas, y desde los años setenta los rusos han agregado su harina al pan diario de los trabajadores. Se dice que es la panacea en materia de proteínas para los pueblos del África subsahariana, y adorna las galletas de arroz japonesas. Y ¿quién no ha oído hablar del krill como fuente de Omega 3? ¿Podría una explotación masiva llegar a afectar la ración de comida de las grandes ballenas, los pingüinos y demás comensales? Por otro lado, puesto que la península antártica está atravesando tantos cambios físicos, químicos y oceanográficos cortesía del calentamiento y el hielo derretido, es preciso entender cómo los pequeños crustáceos podrán estar siendo impactados por el aumento de temperatura, la acidez del agua, los cambios en la capa de hielo marino y la radiación ultravioleta del cielo. Sostengo a la luz, el frasquito con los krill de Diego Mojica. Flotando dentro del etanol, tienen información que solo pueden entregar en forma póstuma. Sin contar con las algas diatomeas, cuyos números son mayores que las estrellas en el universo, la verdad, el krill es el pequeño gigante antártico.

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¡bendito popó de krill!
Del diario de abordo, III Expedición Científica Colombiana a la Antártida

Dos años después, durante mi segunda expedición en el ARC 20 de Julio en 2017, noto algo muy extraño: en todo el mes, prácticamente no vi krill. ¿Dónde está el krill? ¿Han visto krill? Pregunto en todas las estaciones de investigaciones. La respuesta es ‘no’. Quizás estaría más hondo en el agua, quizás este año su ciclo de vida se retrasó por cambios en el clima. O quizás es que simplemente está declinando. Solo sabemos que ese año vimos pingüinos que en lugar de krill están comiendo una criatura gelatinosa llamada salpa, que no tiene valor nutricional. Lo cual es trágico porque además de todos los beneficios de ese animalillo, no hace mucho, los científicos aprendieron otro más:

 

el krill es clave a la hora de sacar de circulación al dichoso carbono que es el culpable de nuestro calentamiento global

 

Funciona así: las algas diatomeas absorben el CO2 de la atmósfera. El krill se las come. El krill va al baño, y produce bolitas de popó de tamaño respetable. Las bolitas están llenas del carbono y se hunden hasta el lecho marino, donde hay tanto frío, que cantidades industriales de carbono quedan “secuestradas” allá abajo durante siglos…es decir, siempre y cuando no se nos caliente ese mar. Ouch. Como quien dice que cada vez que un krill evacúa, está ayudando a rebajar nuestras emisiones de gases de invernadero. Me quito el sombrero.

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